Cuando abandonamos el
intento de controlar los acontecimientos, éstos se sanan por sí solos en un
orden natural, mientas nosotros descansamos y un poder mucho mayor que el
nuestro se hace cargo de todo y lo hace mucho mejor que lo que haríamos
nosotros mismos.
La entrega significa,
por definición, renunciar al apego a los resultados. Aprendemos a confiar en
que el poder que hace que el sol salga cada amanecer y al atardecer de paso a
la luna, puede manejar las circunstancias de nuestra vida con la misma eficiencia.
En cada encuentro o bien amamos o bien tememos.
Nuestra única tarea en cada
situación consiste simplemente en confiar en el poder del amor. Lo que suceda
es asunto de la vida. Nosotros hemos renunciado al control. Dejamos que el
Creador actúe. Tenemos fe en que sabe cómo hacerlo.
Para muchos es fácil
entregar las cosas que en realidad no nos importa tanto y permitir que Dios
disponga, pero si es realmente importante, nos parece mejor administrarlo
nosotros. La verdad, naturalmente, es que cuanto más importante sea para
nosotros, tanto más importante es renunciar.
Aquello que se entrega es lo que
mejor cuidado estará, en cambio hacerlo nosotros significa un constante
aferrar, atrapar y manipular. Continuamente abrimos el horno para ver si el biscocho
está subiendo, y con eso lo único que logramos es arruinarlo.
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