Un marido flaco y pequeño regresa a su casa antes de
tiempo. Mirando por una ventana desde el exterior hacia el dormitorio, ve a su
mujer copulando con un enorme luchador de judo. Aprieta los dientes, empuña las
manos, se pone rojo, sopla aire candente por las narices, ve el paraguas que el
visitante ha dejado en la entrada, se precipita sobre él y lo parte en dos.
Después lanza un largo suspiro y masculla: “Y ahora, estoy seguro que se pondrá
a llover a cántaros”.
Este hombre espera que el cielo le solucione los problemas que por cobardía no se atreve a enfrentar. Creyendo haber hecho lo necesario, realiza una acción pequeña y se siente satisfecho. Se parece a esos discípulos que le piden a su Maestro que les diga una bonita frase para calmarles sus angustias metafísicas, o los enfermos que le piden al doctor que les cure sus síntomas sin que los obligue a hacerle frente a la causa del mal.
Aquellos seres de voluntad débil viven tragando
aspirinas para sumergirse en muy cortos períodos de satisfacción. Quien desee
llegar a la sana conciencia, debe ser capaz de encarar voluntariamente su
sufrimiento base. Para sanar una herida, primero hay que abrirla y
desinfectarla; si no es así, no cicatriza nunca.
Alejandro Jodorowsky
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