Un
rey recibió como obsequio dos pichones de halcón y los entregó al maestro de
cetrería para que los entrenara. Pasados unos meses, el instructor comunicó al
rey que uno de los halcones estaba perfectamente educado, pero que al otro no
sabía lo que le sucedía: no se había movido de la rama desde el día de su
llegada a palacio, a tal punto que había que llevarle el alimento hasta allí.
El rey recurrió a todo y a todos, pero no había solución. Finalmente, dio un bando entre sus súbditos, y, a la mañana siguiente, vio al halcón volando ágilmente en los jardines. “Traigan al autor de ese milagro”, dijo. Enseguida le presentaron a un campesino. “¿Cómo lo hiciste? ¿Eres mago, acaso?”. Entre feliz e intimidado, el hombrecito sólo explicó: “No fue difícil, su Alteza: solo corté la rama. El pájaro se dio cuenta de que tenía alas y empezó a volar”.
El rey recurrió a todo y a todos, pero no había solución. Finalmente, dio un bando entre sus súbditos, y, a la mañana siguiente, vio al halcón volando ágilmente en los jardines. “Traigan al autor de ese milagro”, dijo. Enseguida le presentaron a un campesino. “¿Cómo lo hiciste? ¿Eres mago, acaso?”. Entre feliz e intimidado, el hombrecito sólo explicó: “No fue difícil, su Alteza: solo corté la rama. El pájaro se dio cuenta de que tenía alas y empezó a volar”.
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