lunes, 20 de febrero de 2012

Mi gran aprendizaje ha sido que uno sólo tiene lo que da.


Todavía me conmueven y me apasionan las mismas causas, pero ya no me interesan las cosas y no trato de controlar. ¿Para qué, si la vida es incontrolable?

Cuesta asumirlo.

Uno no alcanza a ponerse al día cuando la vida ya está cambiando de nuevo. Esa falta de control que antes me creaba angustia ahora me da una gran libertad, ya no me aferro…

¿Qué le ha hecho ser quién es?

Cosas que en principio pueden haber parecido malas: pérdidas, dificultades, obstáculos. Yo tenía tres años cuando mi padre se fue y mi mamá se tuvo que ir a vivir a casa de mis abuelos. Haberme criado en ese caserón viejo me dio suficiente material para todos los libros que voy escribiendo.

¿Qué había en ese caserón?

Yo vengo de una familia castellano-vasca muy conservadora, religiosa, patriarcal y plagada de personajes locos. Tenía una abuela espiritista, telépata, misteriosa y maravillosa que murió muy joven. Mi abuelo, que la adoraba, se vistió de negro de pies a cabeza, pintó los muebles de negro, se terminó la música, los postres y las flores.

¿Cuántos años tenía usted?

Cinco. La casa, austera como un convento, estaba habitada por tíos solteros, raros… Eso me llenó la imaginación. Luego mi mamá se juntó con un hombre completamente distinto, que se sabía todos los boleros de memoria y al que le gustaba bailar.

Qué alivio, ¿no?

Viajamos por el mundo y eso también me marcó. Luego, con el golpe militar, tuve que salir de Chile con mi marido y mis dos hijos. Fuimos a Venezuela cuando este era el segundo país más rico del mundo. Corría champán por las calles. Lejos de la tradición y los apellidos sentía que me había liberado, y a la vez tenía la nostalgia del exilio. Entonces, escribí La casa de los espíritus, y eso me cambió la vida.

Entrevista con Isabel Allende.

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