“... Recuerdo muy claramente el momento de mi vida cuando leí “Alicia en
el País de las Maravillas”, Alicia se transformó en mi heroína porque se cayó
dentro de un agujero y simplemente se dejó caer. No se agarró de los bordes, no
estaba aterrorizada tratando de parar la caída; simplemente se dejaba caer y
observaba las cosas mientras lo hacía.
Luego, cuando aterrizó, estaba en un lugar nuevo. No se refugió en nada.
Yo quería ser como ella porque yo me acercaba al agujero y gritaba, me
retiraba, no quería ir a ningún lugar en donde no hubiera una mano de la que
aferrarme.
En toda vida humana nacemos solos. Pasamos por el canal de parto solos,
y luego salimos solos, y comienza un proceso completamente nuevo. Cuando morimos,
morimos solos. Nadie va con nosotros. El viaje que hacemos, más allá de las
creencias que tengamos sobre ese viaje, se realiza solo. La idea fundamental es
que entre el nacimiento y la muerte estamos solos.
...de modo que tenemos que estar dispuestos a saltar del nido, nos
sintamos o no preparados para ello, es como atravesar los ritos de la pubertad
para convertirnos en adultos sin una mano que nos sostenga. La única forma de
comenzar el verdadero viaje de la vida es sentir el amor compasivo y el respeto
por nosotros mismos y luego saltar.
De algún modo nunca llegaremos a sentirnos 100% seguros como para decir:
“He tenido mi cuna nutricia, se ha completado, de modo que ahora puedo saltar”.
En realidad se trata de desarrollar amor compasivo y continuar saltando.
Encontrarnos con nuestros propios límites y con nuestro deseo de aferrarnos a
algo, y ver que hay más amor compasivo, más respeto por nosotros mismos más
confianza que necesita ser reconocida y luego de trabajar en ello, simplemente
seguir saltando.
Cultivar la apertura y un gran corazón que nos permitan ser menos y
menos dependientes. Podríamos decir: “deberíamos dejar de ser dependientes”
pero ese no es el punto. El punto es que comenzamos por el lugar en el que
estamos, observamos al niño que somos y no lo criticamos.
Comenzamos a explorar, con mucho humor y generosidad todos los lugares
en donde nos aferramos y cada vez que lo hacemos decimos “Ah! aquí es donde con
mi atención, mi conciencia y todo el trabajo, mi vida entera se transforma en
un proceso de aprendizaje sobre cómo hacerme amigo de mí mismo”
Por otro lado, esa necesidad de aferrarnos, de tomarnos de una mano, ese
llamado a mamá nos indica que ese es el borde de la cuna. Dar
un paso allí mismo, saltar, se transforma en la motivación para cultivar una
compasión amorosa. Nos damos cuenta de que si podemos dar un paso a través del
portal, avanzaremos, seremos más adultos, más completos, más enteros.
En otras palabras, el único real obstáculo es la ignorancia. Cuando
decimos “Mamá!” o cuando necesitamos una mano a la que aferrarnos, si nos
negamos a mirar toda la situación, no podremos verla como una enseñanza, una
inspiración para darnos cuenta de que este es el lugar desde el que podríamos
ir más allá, donde podríamos amarnos aún más a nosotros mismos.
Si no podemos decirnos en este punto “Voy a mirar esto, porque esto es
todo lo que necesito para continuar este viaje e ir hacia delante y abrirme
más”, nos encontraremos con el obstáculo de la ignorancia.
Trabajar con los obstáculos es el viaje de toda nuestra vida. El
guerrero está siempre encontrándose con los dragones. Claro que el guerrero
tiene miedo, especialmente antes de cada batalla. Pero con un corazón tierno y
palpitante el guerrero se da cuenta que está a punto de dar un paso hacia lo
desconocido, y allí va al encuentro del dragón. El guerrero se da cuenta que el
dragón es el trabajo pendiente que se presenta y que ese miedo es el que
necesita ser trabajado.
Básicamente estamos trabajando con nuestro miedo y con nuestra resistencia,
que no son necesariamente obstáculos. El único obstáculo es la ignorancia, el
negarnos a reconocer nuestra tarea pendiente.
Si cada vez que el guerrero se encuentra con el dragón dice: “Ah! Es el
dragón nuevamente. No voy a encontrarme con él de ninguna manera” y simplemente
se aparta, entonces la vida se transforma en una historia recurrente de
levantarse a la mañana, salir, encontrarse con el dragón, decir “de ninguna
manera” y luego alejarse.
En ese caso nos hacemos más y más tímidos, más y más miedosos y más y
más como un bebé. Nadie nos nutre, pero estamos aún en esa cuna, y nunca
atravesamos los ritos de la pubertad. Estamos despiertos, permanentemente saltando, abriéndonos, avanzando. No
es fácil y está acompañado de mucho miedo, resentimiento y duda. Eso significa
ser humanos, ser guerreros.
Al comenzar, cuando dejamos la cuna, estamos dentro de una hermosa
armadura porque de algún modo estamos bien protegidos y nos sentimos seguros.
Cuando atravesamos los ritos de la pubertad, nos quitarnos la armadura que
ilusoriamente nos estaba protegiendo, y nos damos cuenta de que de hecho nos
estuvimos defendiendo de estar plenamente vivos y despiertos.
Entonces avanzamos, nos encontramos con el dragón y en cada encuentro
nos muestra que aún hay un poco más de armadura para quitarnos,
especialmente la que cubre el corazón. Nos conectamos con el coraje y el
potencial de la valentía, de quitarnos toda la armadura que nos cubre.
Estamos despiertos y nos pasaremos la vida quitándonos esta armadura.
Nadie más puede hacerlo por nosotros porque nadie sabe dónde están las pequeñas
costuras, nadie sabe dónde está muy ajustada. Cada vez que nos encontramos con el
dragón tenemos que quitarnos esos hilos tan ajustados, todos los que seamos
capaces y vomitar con temor hasta decir: “es suficiente por ahora”. Luego
estamos mucho más despiertos y más conectados con nuestra esencia soltándonos y
abriéndonos a nuestro mundo.
Tratar de proteger nuestro territorio, tratar de mantenerlo cerrado y
seguro es sinónimo de miseria y sufrimiento. Nos deja en un lugar muy pequeño,
doloroso e introvertido que se hace más y más claustrofóbico y más y más
miserable a medida que envejecemos.
Confucio dijo: cuando tenemos 50 años y nos hemos pasado a vida
quitándonos la armadura, hemos establecido un patrón mental que por el resto de
la vida no podremos detener. Lo seguiremos quitando. Pero si a los 50 años nos
hemos hecho unos expertos en dejarnos la armadura puesta entonces no importa
qué, será muy difícil cambiar”
Si esto es cierto o no, me morí de miedo cuando lo leí a los 12 años y
se transformó en la motivación número uno de mi vida. Decidí que crecería antes
de quedarme atrapada. La enseñanza tiene que ver con abrirnos y soltar: en nuestros vínculos,
en las situaciones que nos toca atravesar, en cómo nos vinculamos con nuestros
pensamientos y emociones.
Tenemos una determinada vida, y cualquiera que sea es un vehículo para
despertarnos. Si estamos criando a nuestros hijos, ese es el vehículo para
despertarnos, si somos actores u obreros de la construcción, jubilados u
ocupados; si estamos solos o nos sentimos solos, si estamos rodeados de una
enorme familia...
No existe mejor situación que la que tenemos, está hecha para nosotros.
Nos mostrará todo lo que tenemos que saber sobre la armadura y el salto. La familia
con la que contamos, nuestros verdaderos hermanos y hermanas son aquellas
personas que están comprometidas a quitarse la armadura al igual que nosotros.
Cuando vivimos en una familia así, uno de los vehículos más poderosos
para aprender a cómo hacerlo es el feedback que nos podemos dar entre
nosotros. Desde el
amor nos ofrecemos la sabiduría de no caer en la autocompasión sino que a
darnos cuenta de que el sentirnos mal es una oportunidad para crecer, y que
todos atravesamos esa experiencia.
Cuando alguien dice “No, me gusta esta armadura” esa es una oportunidad
para decir algo sobre el hecho de que debajo de ella hay muchas úlceras
dolorosas y que un poco de luz no va a doler.
Rimpoche dice:
“La práctica de cada día es simplemente desarrollar una completa
aceptación y apertura a todas las situaciones y emociones de los demás y hacia
los demás. Vivenciar todo completamente, sin reservas ni bloqueos, de modo que
nunca nos retiremos o centralicemos en nosotros mismos.”
Pema Chödrön
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