martes, 18 de septiembre de 2012

El náufrago y el estuche de cerillas.


Hacia principios del siglo XVII el contramaestre de un velero inglés cayó al mar durante una tormenta en pleno Océano Pacífico. Afortunadamente ocurrió a pocas millas de una isla, de modo que pudo nadar hasta la playa con la intención de esperar a que amainara la tormenta para que el capitán enviara un bote en su rescate.

Al poco de llegar a la playa fue rodeado por un grupo de indígenas de aspecto decididamente hostil y armados con lanzas y escudos. No tenía escapatoria, ya que el bote salvavidas tardaría aún. De modo que en pocos minutos iba a terminar su aventura por la vida. Como era un marinero muy flemático, se dispuso al trance de la mejor manera que supo. Se sentó y sacó un estuche metálico donde guardaba su pipa. Los indígenas, sorprendidos por tal actitud, esperaron. El oficial abrió el estuche, la pipa tenía aún carga a medio encender. Sacó una cerilla de su alojamiento y se dispuso a dar su última pipada.

La expresión de los aborígenes se crispó de golpe cuando el extranjero rascó la cerilla contra una piedra y se prendió fuego. Se oyó el ruido de algunas lanzas y escudos al caer al suelo cuando aparecieron llamitas y un gran penacho de humo azulado por la boca de la pipa.

Mientras el marino iba dando serenas bocanadas a su pequeño artefacto vio, asombrado en extremo, como todos los aborígenes, uno tras otro iban cayendo de rodillas con las manos tendidas hacia adelante en inequívoca postura de adoración.

En aquella isla no conocían el modo de hacer fuego. Apenas sabían conservar durante pocos días el que hubiera provocado un rayo durante la tormenta. De modo que para cualquier espécimen de aquella etnia el fuego solo lo otorgaba Dios, o los poderes del cielo. E inmediatamente asociaron al recién llegado con alguna divinidad.

Apenas amainó la tormenta el inglés oyó gritar su nombre desde la barca que se acercaba rápidamente a la playa. No lo pensó dos veces. De un salto echó a correr hacia el mar y desapareció con los suyos.

Con la precipitación olvidó el estuche en el suelo. Decenios más tarde los descubridores de aquella isla se sorprendieron de encontrar a sus indígenas adorando, generación tras generación, por medio de complicadísimos rituales litúrgicos en un enorme altar construido de piedra muy dura de tallar y de aspecto impresionante, un estuche metálico de fumador.

Ni siquiera habían utilizado alguna de las cerillas en su propio provecho. A lo mejor si algún indígena más listo que los demás se atrevió a proponerlo pudo ser ejecutado inmediatamente por orden de los sumos pontífices.

Fuente: Juan Trigo, en Vibraciones Astrales.

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