Hacia principios del siglo XVII el contramaestre de un velero
inglés cayó al mar durante una tormenta en pleno Océano Pacífico.
Afortunadamente ocurrió a pocas millas de una isla, de modo que pudo nadar
hasta la playa con la intención de esperar a que amainara la tormenta para que
el capitán enviara un bote en su rescate.
Al poco de llegar a la playa fue rodeado por un grupo de
indígenas de aspecto decididamente hostil y armados con lanzas y escudos. No
tenía escapatoria, ya que el bote salvavidas tardaría aún. De modo que en pocos
minutos iba a terminar su aventura por la vida. Como era un marinero muy flemático,
se dispuso al trance de la mejor manera que supo. Se sentó y sacó un estuche
metálico donde guardaba su pipa. Los indígenas, sorprendidos por tal actitud,
esperaron. El oficial abrió el estuche, la pipa tenía aún carga a medio
encender. Sacó una cerilla de su alojamiento y se dispuso a dar su última
pipada.
La expresión de los aborígenes se crispó de golpe cuando el
extranjero rascó la cerilla contra una piedra y se prendió fuego. Se oyó el
ruido de algunas lanzas y escudos al caer al suelo cuando aparecieron llamitas
y un gran penacho de humo azulado por la boca de la pipa.
Mientras el marino iba dando serenas bocanadas a su pequeño
artefacto vio, asombrado en extremo, como todos los aborígenes, uno tras otro
iban cayendo de rodillas con las manos tendidas hacia adelante en inequívoca
postura de adoración.
En aquella isla no conocían el modo de hacer fuego. Apenas
sabían conservar durante pocos días el que hubiera provocado un rayo durante la
tormenta. De modo que para cualquier espécimen de aquella etnia el fuego solo
lo otorgaba Dios, o los poderes del cielo. E inmediatamente asociaron al recién
llegado con alguna divinidad.
Apenas amainó la tormenta el inglés oyó gritar su nombre desde
la barca que se acercaba rápidamente a la playa. No lo pensó dos veces. De un
salto echó a correr hacia el mar y desapareció con los suyos.
Con la precipitación olvidó el estuche en el suelo. Decenios más
tarde los descubridores de aquella isla se sorprendieron de encontrar a sus
indígenas adorando, generación tras generación, por medio de complicadísimos
rituales litúrgicos en un enorme altar construido de piedra muy dura de tallar
y de aspecto impresionante, un estuche metálico de fumador.
Ni siquiera habían utilizado alguna de las cerillas en su propio
provecho. A lo mejor si algún indígena más listo que los demás se atrevió a
proponerlo pudo ser ejecutado inmediatamente por orden de los sumos pontífices.
Fuente: Juan Trigo, en Vibraciones Astrales.
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