lunes, 30 de junio de 2014

Todos somos “El hijo del rey” (cuento sufí).


 
Una vez, en un país donde todos los hombres eran como reyes, vivía una familia, feliz en todo sentido, en medio de un ambiente de tales características, que las palabras no lo pueden describir en términos de cosa alguna conocida hoy por el hombre. Este país de Sharq (Oriente) parecía satisfactorio al joven príncipe Dhat; hasta que un día los padres le dijeron:

“Querido hijo, es la costumbre obligada de nuestro país que cada príncipe real, cuando alcanza cierta edad, parta a fin de someterse a una prueba. Esto se hace con el objeto de prepararlo para su reinado, y para que logre en reputación, y -gracias del esfuerzo y el estar alerta-, un grado de hombría que no se obtiene de ninguna otra manera. Así ha sido ordenado desde el principio, y así será hasta el fin”

Por lo tanto el príncipe Dhat se preparó para su viaje, provisto por su familia del sustento que ella podía brindar: una comida especial que lo alimentaría durante su exilio, de pequeño tamaño aunque ilimitada en cantidad.

Además le dieron ciertos recursos, que no es posible mencionar, que de ser usados adecuadamente, lo protegerían.

Debía viajar a cierto país, llamado Misr (Egipto), e ir disfrazado. Fue así como le dieron guías para el viaje, y ropas adecuadas a su nueva condición; ropa que tenía poca semejanza con la usada por alguien de sangre real. Su tarea era rescatar cierta joya, custodiada en Misr por un temible monstruo.

Cuando partieron sus guías, Dhat quedó solo, pero pronto se encontró con alguien que Se hallaba cumpliendo una misión similar, y juntos pudieron mantener vivo el recuerdo de sus orígenes sublimes. Pero, debido al aire y a la comida del país, una especie de sueño pronto descendió sobre ambos. Y Dhat olvidó su misión.

Durante años vivió en Misr, ganándose la vida y desempeñando un humilde oficio, aparentemente ajeno a lo que debería estar haciendo.

Por un medio que les era familiar, pero desconocido para otras personas, los habitantes de Sharq llegaron a conocer la lamentable situación de Dhat, y trabajaron juntos, en una forma por ellos conocida, para ayudar a liberado y permitirle perseverar en su misión.

Por un medio extraño un mensaje fue enviado al pequeño príncipe, diciendo: “¡Despierta! Pues eres el hijo de un rey, enviado en una misión especial, y debes regresar a nosotros.”

Este mensaje despertó al príncipe, quien logró encontrar al monstruo, y mediante el uso de sonidos especiales, logró que se durmiera, tomando la inapreciable joya que éste había estado custodiando.

Entonces Dhat obedeció los sonidos del mensaje que lo habían despertado; cambió sus vestiduras por las de su país y volvió sobre sus pasos, guiado por el Sonido, al país de Sharq.

En un tiempo sorprendentemente corto, nuevamente Dhat contem-pló sus antiguas vestimentas, y el país de sus antepasados, y arribó a su hogar.

Sin embargo, ahora, debido a sus experiencias, pudo ver que se trataba de un lugar que tenía más esplendor que nunca, un lugar seguro para él; se dio cuenta de que era el lugar rememorado vagamente por la gente de Misr como Salamat; palabra que para ellos significaba Sumisión, pero que, ahora pudo verlo; significaba paz.

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