Estaba la reina llorona decidida a acabar
de una vez por todas con su gran problema: las lágrimas. Su gran sensibilidad
hacía que éstas afloraran en los momentos más inoportunos, asunto que ella
vivía como una vergonzosa vulnerabilidad que creía incompatible con su soberano
puesto.
No contenta ni con su vida, ni con su
persona, ni con sus lágrimas, propuso un reto a los científicos y sabios más
eminentes del reino: antes de finales de ese año, al que fuese capaz de
inventar una aspiradora de lágrimas, le entregaría su preciada colección de
diamantes. Eran un total de catorce, procedentes de catorce minas esparcidas a
lo largo y ancho del planeta.
No tardaron en llegar al palacio los
proyectos de trece máquinas diseñadas con gran esmero, belleza y eficacia para
aspirar las lágrimas de la reina llorona. Pero el día treinta y uno de
diciembre, a las once y tres minutos de la noche, apareció un viejito con su
esposa, portando una cajita azul, pretendiendo participar con ella en el
concurso. Los guardias reales no les permitieron en un principio el paso al
gran salón en el que se pondrían a prueba los proyectos presentados, pero la
insistencia de los mismos y su inofensiva apariencia, convencieron a su
majestad para que les dejaran entrar.
La reina llorona, provista de
diferentes elementos que le provocaran el llanto: retratos de seres queridos
fallecidos, cartas de amor no enviadas, poesías melancólicas y un sin fin de
diarios tristes que ella misma escribía sobre su insatisfecha vida;
y fue probando lágrima a lágrima, máquina por máquina, hasta llegar a esa
cajita azul tan misteriosa como humilde.
Los catorce participantes, aguardaban tras
una puerta cerrada, en una sala adjunta, la decisión de su majestad. Allí estuvieron
impacientes horas y horas, hasta que al fin, se abrió de par en par esa puerta,
y con un rostro iluminado y alegre, cruzó la reina llorona el umbral y se
dirigió a la pareja de viejitos, entregándoles esa caja azul, dentro de la cual
depositó antes los catorce diamantes prometidos. “Ya no la
necesito, quizá sea útil a otra persona”, les dijo. Agradecida a todos, los
homenajeó con una gran fiesta, comida y bailes hasta altas horas de la
madrugada.
Doce de los científicos quedaron mudos de
asombro, pero aceptaron su derrota y comenzaron a divertirse sin más. Pero el
que hacía trece, no pudo reprimir su rabia y, con las lágrimas corriendo por
sus mejillas, lleno de curiosidad, aprovechó un momento de distracción y
destapó la tapa de la caja azul. Apartó los diamantes a un lado, buscando ese
objeto que tanto había impactado a la reina y lo que encontró fue un texto
escrito con una caligrafía exquisita:
“Cada lágrima es una letra del alfabeto del alma.
Atiende su sabio mensaje que siempre habla de tres
cosas:
algo que aceptar, algo que transformar y algo que
hacer.
Si aspiras las lágrimas, borras el mensaje del alma
que no tiene otro fin que el de cambiar tu vida”.
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